No clareaba aún. Se recostó hacia un lado de la cama, convaleciente de sus varias dolencias. Se había quedado dormida muy tarde y así se quedó. En realidad la abuelita Juana, había empezado a irse mucho tiempo atrás, tratando con astucia de hacer que todo aquello material asociado a lo que había significado, vaya desapareciendo, con la intención de que los que la habíamos amado siempre, tengamos la menor oportunidad de nostalgias de ella. Su estrategia fue partir de a poquitos, para evitarnos el vértigo de su ausencia plena y repentina, utilizando a la vejez como la excusa perfecta.
Primero habían sido su escopeta al hombro y sus plantas de café. Luego desaparecieron el ventilador para el arroz, el pilón y sus productivas chacras. Después fueron ignorados las plantas de coco, los árboles de Tutuma y sus pates derivados. A sus gallinas, patos y chanchos los fue diezmando de a poquitos, y -lo que parecía imposible- dejó en desuso su fogón y con éste, se extinguieron el café negro de a cualquier hora, el arroz nuevo con manteca de chancho, el mingao y la farofa, que siempre pensé me esperaba a la cabecera del fogón. El pan de arroz, duró un poco más, por que era parte de la demanda que todos le hacíamos siempre, pero no por mucho tiempo. Coincidentemente el caminito siempre limpio de maleza al pozo y las flores silvestres alrededor de la casita fueron invadidos por la malahierba. Pero, aunque reemplazado por agua potable de red pública, no pudo, o quizás no quiso, hacer mucho con la emanación natural del
agua cristalina y mineralizada de su pozo de siempre. Dejó sí, incólumes su perezosa y su recibir de visitas, cada vez más longevas, de todas las tardes y a su paciente e inseparable compañero don Antonio.
Con ella, y con varios como ella, se está terminando de ir lo que La Joya fue un día: un concepto. De economía agrícola, silvícola y pecuaria en sus medios de producción y de alegría desbordante de las fiestas de carnaval de cinco días y noches continuadas.
El viento del olvido, como a la arenilla blanca de los patios de las casas de la Joya, irá espolvoreando al infinito los recuerdos de las mentes de la existencia de esa pequeña comunidad. Quedará en su reemplazo ese multicolor anexo de Puerto Maldonado, que curiosamente también se llama La Joya. No más chacras, no más caminitos que huelen a la humedad hacia el pozo, no más piscicochas, no más escuela puntiaguda dominando el horizonte, no más abuelitas Juanas. Persistirán sin embargo, obstinados, algunos ojos de agua, esperando por un renacer improbable, o por el juicio final que llegará con la tala del desfalleciente aguajal que los sostiene.
Tengo infinitos recuerdos de la abuelita. Pero una imagen recurrente cada vez que pienso en ella, es el de su andar por la trocha y entre los árboles, camino a, o de la chacra, con su pantalón de tela blanca percudida de chacarero y un vestido sencillo como sobretodo y sus botas negras, ora cargando un racimo de plátano ora un costal de yuca blanca, ajustados a su frente con lianas fuertes de Misa; y en la otra mano el machete de mango negro para desbrozar la hierba impertinente. Aparecía de entre la maleza, sonriéndonos tiernamente a los últimos hijos de Concho, que, como cada fin de semana, habíamos llegado de visita temprano en la mañana – en realidad, ella había salido muchísimo más temprano al platanal. El Chullachaqui, -me contó ella un día- había intentado, en esos senderos, varias veces seducirla hacia lo profundo de la selva, transfigurado en parientes lejanos de San Lorenzo. Conociendo de sus mañas y disfuerzos, nunca pudo con ella. Como tampoco pudo ese jaguar sigiloso que arriba en el Chaspa, en la década del 30, acechaba a los pequeños Haydee, María y Jorge. En esa ocasión –me dijo, aquella tarde en la casita de permanente construcción de la querida tía Chocha- un disparo certero de su escopeta había sido suficiente.
El día que la abuela se fue, las avispas que escarban la tierra en el patio de la casita de siempre, no escarbaron, y los ojos de agua del humedal, manaron como cuando todo era bosque. Las herramientas de chacra: el Ipulli, el Azadón, el machete y la Pala, roídos por la herrumbre y el olvido, encontraron el descanso final, por que estaban seguros que ahora, realmente, no serían ya más convocados por esa mujer de trajinar incesante.
Muchos como yo, fuimos impelidos desde muy lejos a sus funerales. A decir verdad, varios hijos, nietos, biznietos, obedeciendo al mismo llamado, habían arribado mucho antes aún de que se fuera, y yo, entre ellos, tenía ya planificado el retorno a La Joya, a ver a esta nonagenaria abuelita, que tantas lecciones de trabajo, humildad, temple, independencia, sinceridad, picardía y frescura, nos había dado. Pero no llegué a tiempo. Ni siquiera me quedó la consolación del “cuándo vendrás hijito, seguro cuando vuelvas ya no me vas a encontrar” que siempre me decía, muy recientemente, al teléfono, pero que afortunadamente nunca ocurría. Esta vez, sólo llegué, junto con Juan Pablo, mi hijo de 6 años, para acompañar su
cuerpo inerte hacia el final de su camino.
Mujeres como ella, ya no se forjan así de simple y su partida cierra un ciclo en la familia y abre uno incierto a su unidad de cada 12 de enero. Su partida simboliza también aquello que nuestra querida tierra de Madre de Dios está despidiendo (su gente y sus tradiciones), y que aunque duela decirlo, muchas veces lo hacemos en un ambiente de ingratitud y soslayo ocasionado por la ignorancia y desconocimiento de aquello de donde venimos, de aquello que en gran medida nos define.
Volver a La Joya, o a lo que actualmente es, aunque la abuelita Juana lo haya previsto de diferente manera, será más duro ahora, porque los que la conocimos y crecimos, mucho o poco de nuestras vidas en sus afanes, querríamos buscarla por los caminos que sus ligeros pasos anduvieron, comer los frutos que ella comió y beber el agua nutrida de minerales del pozo que ella siempre bebió, hacer “juuuuuuuuuuuy” y escuchar un “juuuuuuy” de regreso. Quizás ya nunca más volvamos a sentir el olor del mineral de la tierra húmeda del aguajal, ni el crepitar de las historias atrapadas entre los tallos altos de los aguajes y árboles larguiruchos del humedal antes de llegar al pozo, quizás ya nunca veamos el pozo mismo. Será que así lo tenía previsto ella, quizás pensó que así tomaríamos conciencia de algo, no se de qué.
(En la foto arriba de derecha a izquierda, Don Antonio, la tía Loyo, la abuelita Juana, Roger y sobrina-nieta de la abuelita de visita desde San Lorenzo-2004; en la foto abajo: La Joya, hoy)
Primero habían sido su escopeta al hombro y sus plantas de café. Luego desaparecieron el ventilador para el arroz, el pilón y sus productivas chacras. Después fueron ignorados las plantas de coco, los árboles de Tutuma y sus pates derivados. A sus gallinas, patos y chanchos los fue diezmando de a poquitos, y -lo que parecía imposible- dejó en desuso su fogón y con éste, se extinguieron el café negro de a cualquier hora, el arroz nuevo con manteca de chancho, el mingao y la farofa, que siempre pensé me esperaba a la cabecera del fogón. El pan de arroz, duró un poco más, por que era parte de la demanda que todos le hacíamos siempre, pero no por mucho tiempo. Coincidentemente el caminito siempre limpio de maleza al pozo y las flores silvestres alrededor de la casita fueron invadidos por la malahierba. Pero, aunque reemplazado por agua potable de red pública, no pudo, o quizás no quiso, hacer mucho con la emanación natural del
Con ella, y con varios como ella, se está terminando de ir lo que La Joya fue un día: un concepto. De economía agrícola, silvícola y pecuaria en sus medios de producción y de alegría desbordante de las fiestas de carnaval de cinco días y noches continuadas.
El viento del olvido, como a la arenilla blanca de los patios de las casas de la Joya, irá espolvoreando al infinito los recuerdos de las mentes de la existencia de esa pequeña comunidad. Quedará en su reemplazo ese multicolor anexo de Puerto Maldonado, que curiosamente también se llama La Joya. No más chacras, no más caminitos que huelen a la humedad hacia el pozo, no más piscicochas, no más escuela puntiaguda dominando el horizonte, no más abuelitas Juanas. Persistirán sin embargo, obstinados, algunos ojos de agua, esperando por un renacer improbable, o por el juicio final que llegará con la tala del desfalleciente aguajal que los sostiene.
Tengo infinitos recuerdos de la abuelita. Pero una imagen recurrente cada vez que pienso en ella, es el de su andar por la trocha y entre los árboles, camino a, o de la chacra, con su pantalón de tela blanca percudida de chacarero y un vestido sencillo como sobretodo y sus botas negras, ora cargando un racimo de plátano ora un costal de yuca blanca, ajustados a su frente con lianas fuertes de Misa; y en la otra mano el machete de mango negro para desbrozar la hierba impertinente. Aparecía de entre la maleza, sonriéndonos tiernamente a los últimos hijos de Concho, que, como cada fin de semana, habíamos llegado de visita temprano en la mañana – en realidad, ella había salido muchísimo más temprano al platanal. El Chullachaqui, -me contó ella un día- había intentado, en esos senderos, varias veces seducirla hacia lo profundo de la selva, transfigurado en parientes lejanos de San Lorenzo. Conociendo de sus mañas y disfuerzos, nunca pudo con ella. Como tampoco pudo ese jaguar sigiloso que arriba en el Chaspa, en la década del 30, acechaba a los pequeños Haydee, María y Jorge. En esa ocasión –me dijo, aquella tarde en la casita de permanente construcción de la querida tía Chocha- un disparo certero de su escopeta había sido suficiente.
El día que la abuela se fue, las avispas que escarban la tierra en el patio de la casita de siempre, no escarbaron, y los ojos de agua del humedal, manaron como cuando todo era bosque. Las herramientas de chacra: el Ipulli, el Azadón, el machete y la Pala, roídos por la herrumbre y el olvido, encontraron el descanso final, por que estaban seguros que ahora, realmente, no serían ya más convocados por esa mujer de trajinar incesante.
Muchos como yo, fuimos impelidos desde muy lejos a sus funerales. A decir verdad, varios hijos, nietos, biznietos, obedeciendo al mismo llamado, habían arribado mucho antes aún de que se fuera, y yo, entre ellos, tenía ya planificado el retorno a La Joya, a ver a esta nonagenaria abuelita, que tantas lecciones de trabajo, humildad, temple, independencia, sinceridad, picardía y frescura, nos había dado. Pero no llegué a tiempo. Ni siquiera me quedó la consolación del “cuándo vendrás hijito, seguro cuando vuelvas ya no me vas a encontrar” que siempre me decía, muy recientemente, al teléfono, pero que afortunadamente nunca ocurría. Esta vez, sólo llegué, junto con Juan Pablo, mi hijo de 6 años, para acompañar su
Mujeres como ella, ya no se forjan así de simple y su partida cierra un ciclo en la familia y abre uno incierto a su unidad de cada 12 de enero. Su partida simboliza también aquello que nuestra querida tierra de Madre de Dios está despidiendo (su gente y sus tradiciones), y que aunque duela decirlo, muchas veces lo hacemos en un ambiente de ingratitud y soslayo ocasionado por la ignorancia y desconocimiento de aquello de donde venimos, de aquello que en gran medida nos define.
Volver a La Joya, o a lo que actualmente es, aunque la abuelita Juana lo haya previsto de diferente manera, será más duro ahora, porque los que la conocimos y crecimos, mucho o poco de nuestras vidas en sus afanes, querríamos buscarla por los caminos que sus ligeros pasos anduvieron, comer los frutos que ella comió y beber el agua nutrida de minerales del pozo que ella siempre bebió, hacer “juuuuuuuuuuuy” y escuchar un “juuuuuuy” de regreso. Quizás ya nunca más volvamos a sentir el olor del mineral de la tierra húmeda del aguajal, ni el crepitar de las historias atrapadas entre los tallos altos de los aguajes y árboles larguiruchos del humedal antes de llegar al pozo, quizás ya nunca veamos el pozo mismo. Será que así lo tenía previsto ella, quizás pensó que así tomaríamos conciencia de algo, no se de qué.
(En la foto arriba de derecha a izquierda, Don Antonio, la tía Loyo, la abuelita Juana, Roger y sobrina-nieta de la abuelita de visita desde San Lorenzo-2004; en la foto abajo: La Joya, hoy)
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