A principios de los 80s, en Puerto Maldonado teníamos nuestros propios parques y reservas ecológicas de estación a las que accedíamos sin necesidad de trajinar la polvorienta carretera o navegar interminablemente por los ríos. Los de la zona de “barrio lindo” y alrededores del Colegio Fitzcarrald gozaban de una zona de pozos, de origen de aguajal, y de humedales precisamente casi hacia el norte del colegio. Los que vivíamos cercana o colindantemente con los bordes de la zona inundable del río Tambopata teníamos más alternativas en el circuito de cochas que la temporada de lluvias dejaba crecer en el bajío.
Podíamos acceder a cualquiera de ellas a través de las escalinatas jabonosas de la última cuadra de la Av. Arequipa o de la Gonzales Prada o por el viejo “mercadillo”. Y lo hacíamos infinitas veces en la temporada de lluvias cuando toda la fauna que podíamos siquiera imaginar se citaban en esa gran área para poblarla, para socializar, para reproducirse, para descansar o para engordar a placer durante casi medio año, luego del cual se iban para volver el siguiente año y así repetir el siguiente año y el siguiente.
Aves de paraíso, patos migratorios, gallaretas, unchalas, “marroncejas” y “azulejas”, garzas picoagujas, garzas blancas, lagarto blanco, iguanas, anacondas, boas mantonas, gavilanes, peces como sardinas, huasacos, bujurquis, bagres, shiruys o simbao, macanas, etc, estaban allí, algunos, al alcance de nuestros ojos inquisidores y de nuestras manos, hondas, barandillas, redecillas y machetes en el estiaje; y otros que en realidad nunca vimos, pero “sabíamos que estaban allí”. Éramos cazadores y pescadores natos, que gozaban de la aventura de la selva amazónica a sólo tres minutos de nuestras casas y, a decir verdad, cuya ineptitud para la caza y pesca, hacían más bien de esta interacción una vida en comunidad.
Aparecían de manera repentina luego de la primera gran lluvia de octubre que llenaba plenamente el bajial. Lo hacían casi en simultáneo, las aves de temporada y las migratorias, luego los reptiles y finalmente los peces. Alguna vez le pregunté inquisitivo a uno de los camaradas de dónde venían los peces. Por que era fácil de entender que las aves venían volando y los reptiles reptando, a participar del bacanal, pero y los peces?,¿ cómo podía casi inmediato estar inundado de peces una cocha que el día anterior no existía?.
No recuerdo quién si Marco o mi hermano Jorge, me dieron una explicación que a primera impresión me pareció razonable: que los peces venían “caminando” (quisieron decir quizás reptando?) del río Tambopata, atravesando un pequeño atajo para fundar familias en las cochas aledañas. Asumiendo que era cierta la explicación, luego me preguntaba cómo era que habían huasacos y bujurquis si estos no eran peces de río?, y cómo no habían más bien dorados, motas o lizas?. Hasta ahora no tengo respuestas y no he investigado. Quizás sí existían “caminitos” entre el río y la cocha, probablemente canales de agua que interconectaban ambos espacios y a través de los cuales se trasladaban los peces en época de desove para dar vida a millones de ellos en la quietud y paz de la cocha y para luego volver a la infinidad del río, sus afluentes y efluentes, más allá, muchísimo más allá de nuestra apacible cocha.
Otras teorías nunca probadas por nuestro entusiasmo infantil, era que la mayoría de los peces “dejaba” enterrado sus huevos entre estación y estación a espera de la temporada de lluvias y que otros, como el shiruy, terriblemente resistente a vivir fuera del agua, “sobrevivía ” el estío, oculto y paciente en la humedad gredosa agazapado o enterrado en vida bajo el lomo de troncos o árboles muertos, a la espera de las gotas de vida de la siguiente temporada. Nos placía fabular, imaginando que nosotros, los niños de esos tiempos, éramos parte del ecosistema y existíamos en simbiosis con este.
He vuelto infinidad de veces a Puerto desde que salí definitivamente hace ya veinte años y con cada año la antigua cocha ha ido desapareciendo. Las lluvias atienden todos los años a la cita, pero ya no lo hacen las aves, los reptiles y los peces. La razón simple y cruda es que el hogar, el ecosistema propiciado por la cocha desapareció con las invasiones de humanos sin tierra y sin hogar, que imprudentemente tomaron el lugar de la fauna en una zona que les pertenecía por derecho, por ser un bajío, por ser inundable.
Debo confesar sin embargo, que en lo personal, y en nombre de todos los palomillas de la esquina de la Gonzales Prada y Arequipa, que habíamos nosotros abandonado a nuestra amiga hacia fines de nuestra niñez, en que la naturaleza salvaje de la selva no nos seducía más y sí la naturaleza ansiosa de la comunidad, de nuestra sociedad de jóvenes en Puerto Maldonado. Me fui de Puerto un mediados de enero cuando tenía 16 años y no me despedí de ella, pese a que pude haberlo hecho, por que en ese preciso momento estaba allí, que todos estaban allí, las unchalas, gallaretas, el patoaguja y hasta la iguana que se “comía” las ropas que dejaban a secar a costados de los pozos, los de Mallea o de la abuelita Melchora. Pero no los visité, como no lo había hecho en los últimos tres años previos a mi exilio.
Ingratamente los olvidé por varios años y no pensaba en ellos en las pocas veces que retorné como las aves migratorias, justo en estación. Hasta que una noche de verano en algunos de los tantos cuartos de alquiler en los que vivimos en la gran ciudad, me pareció escuchar nítido el graznido de un picoaguja. Pensé que lo había olvidado, y aún hoy lo recuerdo… ese sonido seco y agudo a la vez que podíamos escuchar incluso desde nuestras casas y que nos decían que ya era hora, que ya todos estaban allí, que sólo faltábamos nosotros, los rapaces de las dos cuadras.
Después de esa noche, me prometí volver a la cocha, tomar prestada, como siempre, la canoa que lo s Mallea dejaban acoderada en la orilla e introducirme por los vericuetos y claros de entre los árboles, pedirles perdón a las aves por haberlas perseguido y hondeado como un predador sin sentido y excusarme por no haber vuelto nunca más, prometerles que las protegería, que haría lo imposible por hacer que puedan volver por siempre y que mis hijos, y los de estos, los conozcan y así por siempre.
Fue muy tarde. En la próxima visita, bajé con la misma emoción de los 8 años, por las mismas escalinatas, exactamente las mismas, jabonosas, del comienzo d e la Gonzales Prada, y ya no había ninguna cocha. Los humanos inteligentes habían construido drenes del bajío hacia el río, habían talado muchísimo s de los árboles, abierto espacios para vivienda, para calles y el agua de las lluvias simplemente discurría como en las plumas del pato sin ser retenidas por el bajío. No quiero imaginarme cómo habrá sido el impacto. Pienso en las aves migratorias, volando horas, días, semanas, sabe Dios, desde donde, para llegar y no encontrar el albergue pleno de comida de siempre, virando hacia algún otro lugar. Me alegra pensar, que encontraron un lugar y que están allí, que se siguen reuniendo como cada año, que sólo faltamos nosotros, sus viejos amigos de la primera y última cuadra de la Gonzales Prada y Arequipa.
Podíamos acceder a cualquiera de ellas a través de las escalinatas jabonosas de la última cuadra de la Av. Arequipa o de la Gonzales Prada o por el viejo “mercadillo”. Y lo hacíamos infinitas veces en la temporada de lluvias cuando toda la fauna que podíamos siquiera imaginar se citaban en esa gran área para poblarla, para socializar, para reproducirse, para descansar o para engordar a placer durante casi medio año, luego del cual se iban para volver el siguiente año y así repetir el siguiente año y el siguiente.

Aves de paraíso, patos migratorios, gallaretas, unchalas, “marroncejas” y “azulejas”, garzas picoagujas, garzas blancas, lagarto blanco, iguanas, anacondas, boas mantonas, gavilanes, peces como sardinas, huasacos, bujurquis, bagres, shiruys o simbao, macanas, etc, estaban allí, algunos, al alcance de nuestros ojos inquisidores y de nuestras manos, hondas, barandillas, redecillas y machetes en el estiaje; y otros que en realidad nunca vimos, pero “sabíamos que estaban allí”. Éramos cazadores y pescadores natos, que gozaban de la aventura de la selva amazónica a sólo tres minutos de nuestras casas y, a decir verdad, cuya ineptitud para la caza y pesca, hacían más bien de esta interacción una vida en comunidad.
Aparecían de manera repentina luego de la primera gran lluvia de octubre que llenaba plenamente el bajial. Lo hacían casi en simultáneo, las aves de temporada y las migratorias, luego los reptiles y finalmente los peces. Alguna vez le pregunté inquisitivo a uno de los camaradas de dónde venían los peces. Por que era fácil de entender que las aves venían volando y los reptiles reptando, a participar del bacanal, pero y los peces?,¿ cómo podía casi inmediato estar inundado de peces una cocha que el día anterior no existía?.
No recuerdo quién si Marco o mi hermano Jorge, me dieron una explicación que a primera impresión me pareció razonable: que los peces venían “caminando” (quisieron decir quizás reptando?) del río Tambopata, atravesando un pequeño atajo para fundar familias en las cochas aledañas. Asumiendo que era cierta la explicación, luego me preguntaba cómo era que habían huasacos y bujurquis si estos no eran peces de río?, y cómo no habían más bien dorados, motas o lizas?. Hasta ahora no tengo respuestas y no he investigado. Quizás sí existían “caminitos” entre el río y la cocha, probablemente canales de agua que interconectaban ambos espacios y a través de los cuales se trasladaban los peces en época de desove para dar vida a millones de ellos en la quietud y paz de la cocha y para luego volver a la infinidad del río, sus afluentes y efluentes, más allá, muchísimo más allá de nuestra apacible cocha.
Otras teorías nunca probadas por nuestro entusiasmo infantil, era que la mayoría de los peces “dejaba” enterrado sus huevos entre estación y estación a espera de la temporada de lluvias y que otros, como el shiruy, terriblemente resistente a vivir fuera del agua, “sobrevivía ” el estío, oculto y paciente en la humedad gredosa agazapado o enterrado en vida bajo el lomo de troncos o árboles muertos, a la espera de las gotas de vida de la siguiente temporada. Nos placía fabular, imaginando que nosotros, los niños de esos tiempos, éramos parte del ecosistema y existíamos en simbiosis con este.
He vuelto infinidad de veces a Puerto desde que salí definitivamente hace ya veinte años y con cada año la antigua cocha ha ido desapareciendo. Las lluvias atienden todos los años a la cita, pero ya no lo hacen las aves, los reptiles y los peces. La razón simple y cruda es que el hogar, el ecosistema propiciado por la cocha desapareció con las invasiones de humanos sin tierra y sin hogar, que imprudentemente tomaron el lugar de la fauna en una zona que les pertenecía por derecho, por ser un bajío, por ser inundable.
Debo confesar sin embargo, que en lo personal, y en nombre de todos los palomillas de la esquina de la Gonzales Prada y Arequipa, que habíamos nosotros abandonado a nuestra amiga hacia fines de nuestra niñez, en que la naturaleza salvaje de la selva no nos seducía más y sí la naturaleza ansiosa de la comunidad, de nuestra sociedad de jóvenes en Puerto Maldonado. Me fui de Puerto un mediados de enero cuando tenía 16 años y no me despedí de ella, pese a que pude haberlo hecho, por que en ese preciso momento estaba allí, que todos estaban allí, las unchalas, gallaretas, el patoaguja y hasta la iguana que se “comía” las ropas que dejaban a secar a costados de los pozos, los de Mallea o de la abuelita Melchora. Pero no los visité, como no lo había hecho en los últimos tres años previos a mi exilio.
Ingratamente los olvidé por varios años y no pensaba en ellos en las pocas veces que retorné como las aves migratorias, justo en estación. Hasta que una noche de verano en algunos de los tantos cuartos de alquiler en los que vivimos en la gran ciudad, me pareció escuchar nítido el graznido de un picoaguja. Pensé que lo había olvidado, y aún hoy lo recuerdo… ese sonido seco y agudo a la vez que podíamos escuchar incluso desde nuestras casas y que nos decían que ya era hora, que ya todos estaban allí, que sólo faltábamos nosotros, los rapaces de las dos cuadras.
Después de esa noche, me prometí volver a la cocha, tomar prestada, como siempre, la canoa que lo s Mallea dejaban acoderada en la orilla e introducirme por los vericuetos y claros de entre los árboles, pedirles perdón a las aves por haberlas perseguido y hondeado como un predador sin sentido y excusarme por no haber vuelto nunca más, prometerles que las protegería, que haría lo imposible por hacer que puedan volver por siempre y que mis hijos, y los de estos, los conozcan y así por siempre.

Fue muy tarde. En la próxima visita, bajé con la misma emoción de los 8 años, por las mismas escalinatas, exactamente las mismas, jabonosas, del comienzo d e la Gonzales Prada, y ya no había ninguna cocha. Los humanos inteligentes habían construido drenes del bajío hacia el río, habían talado muchísimo s de los árboles, abierto espacios para vivienda, para calles y el agua de las lluvias simplemente discurría como en las plumas del pato sin ser retenidas por el bajío. No quiero imaginarme cómo habrá sido el impacto. Pienso en las aves migratorias, volando horas, días, semanas, sabe Dios, desde donde, para llegar y no encontrar el albergue pleno de comida de siempre, virando hacia algún otro lugar. Me alegra pensar, que encontraron un lugar y que están allí, que se siguen reuniendo como cada año, que sólo faltamos nosotros, sus viejos amigos de la primera y última cuadra de la Gonzales Prada y Arequipa.
Leyenda de fotos: En la foto superior, típica entrada de cocha, aunque no corresponde exactamente al tipo bajial. En la foto abajo, del Google Earth, la zona de cochas, como está hoy en día (o más exactamente en la fecha de la foto, aparentemente 2007). Notar que hay viviendas en toda la zona de cochas, excepto en el corazón de lo que eran las cochas, es decir en la zona más profunda. El cinturón verde que se ve como una "S" corresponde al barranco que separa la altura, en donde se ubica Puerto, y el bajío, zona inundable, pero donde hay viviendas.
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