Hace poco más de un año mi hijo
Sebastián, a pocos meses de cumplir los 4 años me preguntó ¿papá, yo soy malo?
Fue en algún momento de la tarde. Ese día, había regresado de su segundo nido,
recriminado como ocurría con cierta regularidad por haber empujado o golpeado a
algún compañero del salón…o a la maestra. No había diferencia para él, si se
trataba de una niña o un niño, de si era más pequeño o más grande, de si era
adulto, hombre o mujer.
En casa no era muy diferente,
incluso desde antes que caminara se podía notar que algo ocurría. Recuerdo un
video que le hicieron cuando tenía poco más de un año.
Su tía materna se acercó haciéndole mimos, pero recibió castigo de un
manotazo que él dio sobre la silla de comer en la que estaba. La tía terminó
con los lentes por el suelo, la cara un poco golpeada y comprensiblemente
contrariada. Era evidente que su intención no había sido golpearla, pero el efecto
había sido el mismo.
Ni bien empezó a caminar con
firmeza, su cuerpito se convirtió en un proyectil. Despertar con los
requerimientos o el cariño de tu pequeño no se supone que debe ser doloroso.
Con Sebastián, despertábamos magullados luego que este se abalanzara, unas
veces con las rodillas en punta, otras veces simplemente lanzando su cuerpo con
fuerza. Sus arrumacos dolían.
En el día a día, cada actividad,
la más simple y la más compleja era una lucha constante. Jamás aceptó
voluntariamente que le pusieran el pijama por la noche o que se lo cambiaran
por ropa de día en la mañana, a menos que sea él quien elija qué ponerse o cómo
hacerlo. Aun de menos de un año, repelía con convicción y con todas sus armas
posibles cualquier intento de ponerle el cinturón de seguridad del auto. Alimentarlo,
ducharlo, limpiarle los dientes, servirle una taza de leche y calentarlo cuando
él la quiere fría, todo era una constante batalla, en las que la autoridad
siempre era desafiada. Mientras más autoridad queríamos ejercer mayor (o más
dolorosa) era su reacción para el que la ejerza.
Criminalizado en su primer nido y
con los padres culpados de crianzas machistas agresivas (“dónde sino viendo, ha
aprendido esa conducta”), “falta de reglas” o “mucho engreimiento” tuvo que
migrar hacia otro, más caro ciertamente. Pero nada cambió allí. Aunque la
maestra principal se mostraba comprensiva y sin pre conceptos, la recurrencia de
los eventos y la queja de una familia en particular a cuyo niño había mordido,
hicieron que la directora en persona nos llamara a una reunión de urgencia.
Puro prejuicio. La directora, con
suficiencia y condescendencia absolutas, deslizó que no sabíamos criarlo. Con
voz ausente de empatía nos dio todas las sugerencias del manual de la buena
crianza, sin dejar de advertirnos el mal que le podíamos hacer si no hacíamos
algo al respecto y sobre todo el daño que podía generar a los demás. Todo ello,
lo dijo delante de la dulce y sorprendida maestra que creo yo, se esforzaba
genuinamente por comprender e integrar a Sebastián y con la que teníamos buena
comunicación. Evidentemente, era una manera sutil de sugerir que lo sacáramos
de su nido. No se había dado el trabajo mínimo de averiguar si la familia
estaba haciendo esfuerzos al respecto o de si teníamos, las maestras, la
familia o los profesionales que lo estuvieran viendo, una cabal explicación de
lo que ocurría y sabíamos cómo ayudarlo y ayudarnos realmente.
El año ya estaba por terminar, y
en conversación con la psicóloga que nos estaba asesorando, decidimos
retirarlo, sobre todo por que Sebastián era plenamente consciente de todo. Que
las maestras -de otras aulas- lo juzgaban y que algunas mamás de los pequeños no
lo querían alrededor de los suyos y evitaban incluirlo en sus planes. Esto
explicaba algo de su pregunta ¿yo soy
malo?
Haciendo progresos
¿Qué pasaba con Sebastián? El año
2014 aún con 2 años, se le identificó un trastorno de integración sensorial.
Sus sentidos del tacto y su visión espacial le envían señales confusas al
cerebro, limitando su capacidad para medir su fuerza y velocidad. El contacto
físico permanente, y brusco en la lectura de los demás, es algo que buscará
casi sin proponérselo, como un movimiento involuntario para satisfacer su
necesidad de contacto. Esto generaba empujones, saltos sobre los demás, choques
o contactos desproporcionados, que podía ser interpretados como agresiones y
derivando en conductas reactivas de mayor envergadura.
Pero eso no explicaba su conducta
desafiante. Recién el año 2016, a fines, una psiquiatra, al verlo en toda su
magnitud, nos elaboró un perfil de un niño con un trastorno oposicionista
desafiantes (TOD). Ello explicaría su resistencia constante a la autoridad, y
fundamentalmente a lo autoritario y arbitrario (en su percepción); su carácter
vengativo cuando considera que las cosas no se hicieron como él lo deseaba, sus
respuestas coléricas y los insultos y el uso de violencia física en momentos de
tensión y contrariedad con lo que él ha decidido que las cosas son y contra los
que la autoridad quiere imponer un orden.
Claramente esta combinación de
factores complicaba las cosas.
En el año 2017, decidimos moverlo
hacia una nueva institución educativa. Con el temor de repetir las experiencias
previas, conversamos extensamente con sus nuevos profesores, auxiliares,
psicóloga de la escuela e incluso con la directora, que ya estaba advertida de
su llegada. No queríamos repetir la absurda experiencia del nido anterior.
El cambio fue dramático. Dejó de
sentirse el malo y por primera vez en dos años, y sólo al cabo de dos meses, la
angustia de recogerlo con el corazón encogido por la ansiedad de “qué habrá
hecho Sebastián”, desapareció.
Sus características no cambiaron
en lo fundamental, se han moderado, ha ganado confianza y tiene más
herramientas para responder y adaptarse. Pero sigue luchando por superar la
impulsividad frente a la contrariedad. En su vida escolar, cambió el entorno y
la relación que los adultos establecían con él. Sus maestras, más comprensivas
(Magna, Nadia y Angie) y con capacidad para el manejo e integración de grupos
supieron asimilarlo, aceptarlo, comprenderlo, explotar sus habilidades
cognitivas y hacerlo crecer en lo emocional. Kevin, un joven practicante de
psicología estuvo todo el año atento, ayudándolo a contenerse, a canalizar sus
energías, a calmarse, a corregir, a recomenzar, a levantarse y caminar, en el
ambiente escolar. Ningún padre o madre de familia del nuevo colegio se ha
quejado e incluso con algunos se ha juntado en el verano. Saben de su condición
y Sebastián es un habitué de todos los cumpleaños que abundan a lo largo del
año escolar. Y sus compañeros asisten al de él.
En casa, la situación tiene sus
complicaciones, pero ya es mucho mejor con nosotros y con su hermano mayor quien
está bastante informado sobre lo que ocurre. A fuerza de perseverar y con
avances y retrocesos, aprendemos que las órdenes no funcionan con él y sí la
persuasión argumentada pero adaptativa. Que mucho amor y respuestas serenas,
afectuosas y empáticas funcionan mejor que una clásica llamada de atención
frente a la conducta inadecuada; que siempre es mejor ignorar deslices y
reconocer sus aciertos; que la atención positiva (hacer cosas con él) es lo que
lo llenará, pero que cuando no la tiene, buscará cualquier tipo de atención (es
decir la negativa) y nuevamente volver a empezar; que la palabra NO, debe
desaparecer por una versión positiva de lo que queremos. Ya no se abalanza
sobre nosotros por la mañana, pero siguen doliendo sus abrazos y de tanto en tanto
“choca”, aún le cuesta regularse a pesar de toda la terapia que ya acumula en
su corta vida. Le encanta ir de visita a su tía Diana, quien siempre tiene
cariño y gelatina para él y jamás le recrimina cualquier pecadillo.
A veces lo excluyen, luego lo
aceptan en juegos colectivos, se resienten aún con él, pero luego lo perdonan
porque se da cuenta que reaccionó en exceso y se disculpa rápido cuando no le
devuelven enojo o agresión. A veces, quiere conscientemente sentirse
comprendido. Se ha dado cuenta que eso lo hace predecible y no rechazado. Hace unos días en el parque me pidió, ¿“papá
le puedes explicar a Salvador, que cuando le he pegado, estaba muy enojado y no
podía controlarme, que no quería lastimarlo”?
Es un “lector” empedernido de “El
Diario de Greg”, ha creado su propia serie “Diario de Steve-Minecraft”, me
dicta el guion, aunque ahora ha decidido que él lo va a “escribir”. Es un
fanático declarado de la saga de Star
Wars y también un Trekkie como papá.
Ahora ya empezó su nuevo año
escolar. Sigue en el mismo colegio y por suerte, o quizás porque así lo decidieron,
una de sus maestras, que ya lo conoce bien, continuará con él.
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