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Hubo un tiempo en Puerto Maldonado 1

Hubo un tiempo en que Puerto Maldonado era un pueblo con un cine, una sala de baile para adultos y aprendices de ello y un Club Juvenil. La población no debería superar los diez mil habitantes y haciendo divisiones y proporciones, los adolescentes entre 11 y 13 años no éramos seguro más de doscientos. Todos nos conocíamos. Los chicos como nosotros no éramos muy amigos de las chicas aunque siempre queríamos estar cerca de ellas.

El cine Madre de Dios, tenía una sola función, a las nueve de la noche. Aunque también existía el cine Grau, ir al Madre de Dios en lugar de éste era la regla cuando empezabas a existir en sociedad. El cine por dentro era una gran sala de butacas azules, todas casi al mismo nivel, por lo que si la persona sentada delante de ti era por desgracia alta, te perdías por lo menos el 40% de la película. Podías ir si deseabas a platea, donde si bien tenías una perspectiva mejor de la proyección, te perdías la dinámica de la sala principal, es decir, dejabas de existir.

La sala completa estaba zonificada de hecho, particularmente los sábados por la noche, más aún si la película era popular (Rocky, Regreso al Futuro I, Karate Kid, etc) y de estreno. Los jóvenes impetuosos e irreverentes se apoderaban de la parte delantera derecha y los más jóvenes aún, teníamos que resignarnos a la parte izquierda a partir de la tercera o cuarta fila. Era la separación natural y teníamos que aceptarla. Los previos al inicio de la proyección, eran el momento ideal para la interacción, mientras más te acercabas a la edad de 13-15 años, más dueño te sentías de las partes delanteras del cine. Los previos, eran también la oportunidad para ver y dejarse ver, luciendo tus más innovadores estilos de vestir, en ese despertar a la juventud y a la vida, de nosotros los más jóvenes.

Pese a todo, particularmente a mi, sólo una cosa me motivaba a integrarme más y más a nuestra pequeña sociedad del cine Madre de Dios. Era una niña, cuyo nombre nunca supe. Tenía una cabellera larga negra con cerquillo ondeado sobre una piel lozana y blanca, ojos negros y profundos como una noche oscura y triste sin estrellas. Aun ahora después de tantos años tengo la imagen de su rostro hermoso en mi mente y no creo que se borre.

La venta de boletos se organizaba en dos colas, de hombres y de mujeres que se alternaban. Yo inventé miles de colas, cambiándome de sitio, estableciendo simples cálculos aritméticos entre el número de personas delante de mí y delante de ella, para que coincidiéramos en la compra. Sólo una vez lo logré pero no supe qué hacer al estar frente a ella. Ella sí, compró sus entradas y caminó sonriente, dejándome siempre la duda de su mirada sobre mi rostro extasiado con su aroma de flores.

No obstante, nunca me daba por vencido y me complacía con espiarla, ya dentro del cine, toda la noche antes del inicio de la película o durante ella, en el resplandor de alguna escena. Era muy chico, pero siempre tuve conciencia que estaba perdidamente enamorado de aquella niña. Nunca le dirigí la palabra, ni ella a mí. Una vez escuché de mis padres de una triste noticia para la ciudad, una señora y su pequeña hija habían fallecido en un trágico accidente de tránsito. Lloré por ella, escondido cerca al río Tambopata como nunca antes lo había hecho por persona alguna y lo hizo incontables veces mi corazón, cada vez que traspuse las puertas del cine.
El cine, nunca volvió a ser el mismo luego de ella y casi coincidentemente con este hecho, dejamos de asistir religiosamente al cine Madre de Dios.

Algo que cambió la perspectiva inocente y platónica que tenía del cine fue la aparición de otra niña, incógnita en la sala. Fue durante una película de suspenso. Ella se sentó junto a mi, era menuda de cabello dorado y ojos felinos. Sus brazos buscaban refugio y protección por las fuertes escenas de una película de terror (no recuerdo bien) y luego, aunque no habíamos cruzado palabra alguna, sentí sus labios fríos sabor a chicle Adams sobre los míos. Nos besamos intermitentemente toda la noche y fue mi enamorada por unos meses. Ya tenía trece años y todo el derecho a tener una. Ese año, el Club Juvenil le empezaba a robar grande atención a nuestras noches de los sábados y tuvimos que dejar nuestro amado cine, donde había explorado dos perspectivas críticas de la vida, el amor fallido y el amor repentino. Así era Puerto Maldonado y así empezaba a dejar de ser para mí por que el Club Juvenil estaba listo para nosotros.

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