Hay personas de edad eterna que uno conoce desde niño. Como uno es niño, estas personas están mas cerca a nosotros mientras más cerca de nosotros moran. Hay algunas que me han causado curiosidad extrema pero que por la lejanía geográfica o por ineptitud no pude satisfacer. Una de ellas doña Trini, a quien recuerdo menuda de piel tostada, caminando desde Puerto a la Joya, con paso tierno y con mirada apresurada, sola, con una sombrilla amarilla de puntos. Iba a visitar a mi abuela, donde conversaban sentadas sobre pequeños banquitos. Hablaban de sueños pasados, de esperanzas mientras tomaban café negro con farofa, pan de arroz, pan con margarina o, con suerte, con generosos trocitos de queso serrano, esperando la caída de la tarde para luego regresar caminando, sin prisa hacia “el pueblo”. Puerto, era eso, el pueblo. Algunas veces se aparecía por mi casa, también era amiga de mi madre.
Algunas otras personas son más cercanas y recordar las marcas de sus luchas sobre sus rostros me es mucho más fácil. Por ejemplo, doña Melchora, doña Angela y doña María. Hoy ya no están más allí. Doña Melchora y su larga y blanquísima cabellera, estará en su pozo, lavando las felicidades y miserias impregnadas en la ropa de sus clientes (usaba Magia Blanca y no Topaz, por que este era dañino para las manos) o doña Angela, en su inmensa cocina, lidiando con una numerosa prole y rebeldes peroles o doña María, tan amable y locuaz, de más reciente partida, caminando presurosa, con el moño cenizo, a atender a su esposo, descendiente taciturno de japoneses. La vida parecía el ir y venir de estas mujeres luchadoras, pleno de alegrías y seguro también decepciones, como la de cada familia de ese gran pueblo que era nuestro querido Puerto.
Yo, como todos los niños-muchachos de nuestro barrio, admiraba a morir a doña Felicia. Ella era una mujer de voluntad y optimismo indomables que llevaba sobre sus fuertes hombros, la responsabilidad de su familia. El esposo estaba limitado por la edad y por una enfermedad, un hijo padecía de desórdenes psicológicos, otros habían alzado vuelo buscando caminos propios, más dos muchachitos que siempre estaban tras ella como cachorros vulnerables. Vivían en una pequeña propiedad, sembrada de frutas, a la margen derecha del río Tambopata, casi al frente del astillero de Mallea, y día a día cruzaba el río en una pequeña canoa, ella y sus dos lobatos. Los muchachos del barrio, respetábamos mucho esa pequeña canoa, cuando íbamos al río a hacer de las nuestras. Ella siempre iba al remo.
Los chicos iban a la escuela y ella, costalillo al hombro pleno de pequeñas cantidades de naranjas, paltas o limón, se dirigía al mercado o hacia donde pudiera transformar en dinero su contenido. Siempre regresaba con el costalillo vacío. Recuerdo que muchas veces, en mi hoy desfalleciente idealismo, quería irme con ella, cargarle el costalillo, comprarle con un dinero que no tenía todo lo que tenía allí y que me dijera cual era el secreto para estar siempre sonriente y feliz siendo tan duro vivir. Ella pasaba por mi casa y me hablaba cuando estaba yo parado a la puerta, oteando superficialmente niño por diversión o por las muchachas cuando ya adolescente. Siendo tan sólo un muchachito, aun no entiendo por qué se detenía a conversarme, a animarme por lo bueno de la vida y por la cantidad de oportunidades que hay “allá afuera, en este mundo de Dios”. Luego se iba, acariciándome maternalmente el rostro. Aun hoy recuerdo su mirada tierna y llena de valor, nunca le vi. rencor ni rabia por lo duro de su camino, “un día a la vez”, decía y yo (y todos los rapaces del barrio) era muy feliz por ella cuando cada fin de año sus dos pequeños la llenaban de diplomas en cada clausura escolar de la Prevo. Eran unos muchachos brillantes.
Como vivo muchos años en Lima, la conexión débil o fuerte que había con estas personas eternas, se perdió. Uno se hace adulto a veces lejos de los que quiere y sigue su propio camino construyendo felicidades y tristezas. Sabia que doña Trini, doña Angela y doña Melchora habían fallecido varios años atrás, pero, cuando visité Puerto, me pareció verlas camino a la Joya por un sendero sin motos, o sentadas sobre sus perezosas, abanicos en mano, en la esquina de la Gonzáles Prada con Arequipa y al final de la Gonzáles Prada ahuyentando a los canallas que quieren arrojar basura al barranco.
Alguien me dijo que doña Felicia está ahora en Bolivia, su tierra natal, y que sus antes cachorros no la han defraudado. Hoy 17 de julio de 2006, por correo electrónico de mi hermano, me acabo de enterar que doña María, esa entrañable abuelita de la casita estilo palafito junto a la cocha de Mallea, tan cordial, afectuosa y consejera, ha fallecido. Quisiera decirles que aprendí mucho de ellas, que intento no defraudarlas, que siempre las recuerdo y que en los momentos duros y de incertidumbre, preciso que acaricien mi rostro, con esas sus manos ásperas, que me enseñen lo genuino de su felicidad y renueven la impronta de su esperanza inmortal, otra vez.
Algunas otras personas son más cercanas y recordar las marcas de sus luchas sobre sus rostros me es mucho más fácil. Por ejemplo, doña Melchora, doña Angela y doña María. Hoy ya no están más allí. Doña Melchora y su larga y blanquísima cabellera, estará en su pozo, lavando las felicidades y miserias impregnadas en la ropa de sus clientes (usaba Magia Blanca y no Topaz, por que este era dañino para las manos) o doña Angela, en su inmensa cocina, lidiando con una numerosa prole y rebeldes peroles o doña María, tan amable y locuaz, de más reciente partida, caminando presurosa, con el moño cenizo, a atender a su esposo, descendiente taciturno de japoneses. La vida parecía el ir y venir de estas mujeres luchadoras, pleno de alegrías y seguro también decepciones, como la de cada familia de ese gran pueblo que era nuestro querido Puerto.
Yo, como todos los niños-muchachos de nuestro barrio, admiraba a morir a doña Felicia. Ella era una mujer de voluntad y optimismo indomables que llevaba sobre sus fuertes hombros, la responsabilidad de su familia. El esposo estaba limitado por la edad y por una enfermedad, un hijo padecía de desórdenes psicológicos, otros habían alzado vuelo buscando caminos propios, más dos muchachitos que siempre estaban tras ella como cachorros vulnerables. Vivían en una pequeña propiedad, sembrada de frutas, a la margen derecha del río Tambopata, casi al frente del astillero de Mallea, y día a día cruzaba el río en una pequeña canoa, ella y sus dos lobatos. Los muchachos del barrio, respetábamos mucho esa pequeña canoa, cuando íbamos al río a hacer de las nuestras. Ella siempre iba al remo.
Los chicos iban a la escuela y ella, costalillo al hombro pleno de pequeñas cantidades de naranjas, paltas o limón, se dirigía al mercado o hacia donde pudiera transformar en dinero su contenido. Siempre regresaba con el costalillo vacío. Recuerdo que muchas veces, en mi hoy desfalleciente idealismo, quería irme con ella, cargarle el costalillo, comprarle con un dinero que no tenía todo lo que tenía allí y que me dijera cual era el secreto para estar siempre sonriente y feliz siendo tan duro vivir. Ella pasaba por mi casa y me hablaba cuando estaba yo parado a la puerta, oteando superficialmente niño por diversión o por las muchachas cuando ya adolescente. Siendo tan sólo un muchachito, aun no entiendo por qué se detenía a conversarme, a animarme por lo bueno de la vida y por la cantidad de oportunidades que hay “allá afuera, en este mundo de Dios”. Luego se iba, acariciándome maternalmente el rostro. Aun hoy recuerdo su mirada tierna y llena de valor, nunca le vi. rencor ni rabia por lo duro de su camino, “un día a la vez”, decía y yo (y todos los rapaces del barrio) era muy feliz por ella cuando cada fin de año sus dos pequeños la llenaban de diplomas en cada clausura escolar de la Prevo. Eran unos muchachos brillantes.
Como vivo muchos años en Lima, la conexión débil o fuerte que había con estas personas eternas, se perdió. Uno se hace adulto a veces lejos de los que quiere y sigue su propio camino construyendo felicidades y tristezas. Sabia que doña Trini, doña Angela y doña Melchora habían fallecido varios años atrás, pero, cuando visité Puerto, me pareció verlas camino a la Joya por un sendero sin motos, o sentadas sobre sus perezosas, abanicos en mano, en la esquina de la Gonzáles Prada con Arequipa y al final de la Gonzáles Prada ahuyentando a los canallas que quieren arrojar basura al barranco.
Alguien me dijo que doña Felicia está ahora en Bolivia, su tierra natal, y que sus antes cachorros no la han defraudado. Hoy 17 de julio de 2006, por correo electrónico de mi hermano, me acabo de enterar que doña María, esa entrañable abuelita de la casita estilo palafito junto a la cocha de Mallea, tan cordial, afectuosa y consejera, ha fallecido. Quisiera decirles que aprendí mucho de ellas, que intento no defraudarlas, que siempre las recuerdo y que en los momentos duros y de incertidumbre, preciso que acaricien mi rostro, con esas sus manos ásperas, que me enseñen lo genuino de su felicidad y renueven la impronta de su esperanza inmortal, otra vez.
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