Ese día llegué más temprano de lo necesario a la escuela, las clases empezaban a las diez. Se llamaba Maxwell School en Syracuse, Nueva York. Antes de ingresar a las aulas, habían unas salas inmensas con sillones y comfortables como el lobby de hoteles cinco estrellas. Para lo bueno y para lo malo dos televisores inmensos estaban siempre encendidos en CNN. Normalmente no muchos levantaban la mirada por las noticias, pero ese día, 11 de septiembre a las 8:50 de la mañana del verano boreal, casi una multitud estaba agolpada, absorta frente a ellos, algunos lloraban. Me detuve con la multitud y levanté la mirada hacia uno de los televisores. Una de las torres gemelas ardía inconteniblemente luego de que el primer avión se estrellara contra ella. Minutos después, se estrellaría el segundo avión en la torre sur y todo lo demás es historia conocida.
Sin embargo, pocos conocen las sensaciones que invadieron los pasillos y aulas de las escuelas y las calles de pequeñas ciudades como Syracuse, al noroeste de Nueva York, y de las reacciones y actitudes de grupos de la gente; la de las calles, de los suburbios, de los estudiantes de Maxwell y de la Universidad de Syracuse en general y profesores.
Como era de esperar, ese día se suspendieron labores en la escuela. Luego me enteraría que los padres de una compañera estaban en vuelo a Alemania durante el ataque terrorista y el padre de otra compañera trabajaba en un edificio contiguo a las torres gemelas, afortunadamente, a la hora del primer impacto, ellos recién salían de sus casas. Entre tanto drama, no supe como actuar ni qué hacer, así que opté por simplemente observar y acompañar.
La escuela a la que asistía tenía una tradición liberal (que quiere decir “de izquierda” en la cultura americana) y de visión amplia de la realidad social mundial. No podía esperarse allí, manifestaciones institucionales ni del personal docente encendidas de rechazo cultural por el medio oriente. Se promovía un ambiente de debate, tolerancia y aceptación de todas las ideas. Los estudiantes americanos, la mayoría de ellos, manifestaban un profundo dolor por lo ocurrido y nada de odio se evidenciaba en las palabras, gestos y actitudes de la mayoría de ellos. La reacción común entre los extranjeros fue la de solidaridad con el país que nos estaba cobijando….al menos eso pensaba. Y no era así. Hubieron análisis cuestionables de algunos como que “los americanos estaban cosechando lo que habían sembrado”, u otros que “no les sorprendía, que lo venía venir” lo que originó un profundo sentimiento de desazón y rechazo por parte de los americanos. Yo pensé para mi mismo, aun si compartiera esas ideas (¿qué tienen que ver inocentes ciudadanos con la política de su gobierno?), no era de caballeros mencionarlas en esos momentos, en los que lo único que ellos necesitaban y querían era solidaridad con el dolor y con la sensación de incertidumbre y vulnerabilidad que había invadido toda la sociedad americana.
Algunos latinoamericanos, conversando entre nosotros, manifestábamos sentimientos confuso, en algunos casos casi morbosos. Pero no todos los americanos actuaban igual que el getto de la universidad. En realidad, en las afueras de la ciudad en los barrios más pobres y en sus calles, se percibía una tensión innegable. Algunos egipcios y otros iraníes fuero agredidos verbalmente y a uno le arrojaron piedras. Los jóvenes de pregrado, esos típicos muchachitos rubicundos de películas de universitarios que solemos ver en cine y televisión, nos atemorizaban cuando pasábamos camino a casa con unos hindúes y se cruzaban en nuestro camino. Sus actitudes parecían hostiles, pero nunca lo fueron realmente. Sí había cierto temor, sin embargo, entre los extranjeros cuando caminábamos fuera del campus.
Las clases, todas, invertían tiempo en discutir y escuchar todas las opiniones para tratar de entender e interpretar las razones de tanta insanía. En los días que siguieron a la tragedia al menos la primera media hora se invertía en seguir dilucidando lo ocurrido. Casi todas las veces algunos lloraban sólo al recordar lo que había acontecido y algunos profesores también lo hacían convirtiendo el aula en un concierto inconsolable de sollozos. Nunca había sido testigo de una pena común tan grande y sobre de una manifestación tan genuina de solidaridad y pesar compartido por un país.
De inmediato, en todas las ciudades, y obviamente en Syracuse se organizaron brigadas de apoyo, todos querían donar sangre, la misma que fluía como ríos, llegando a colmar las capacidades de recolección de los hospitales. Todos querían ayudar, de algún modo. Los bomberos, quienes habían arriesgado sus vidas por salvar las de miles en ambas torres, fueron los héroes nacionales por muchos meses, hasta que enjuiciaron a la ciudad de NY por más de 80 millones de dólares. No se el resultado final del juicio.
Con las semanas y meses, la tensión no se iba. Para colmo de males, en el mes de octubre de ese año un avión explotó en tránsito de Nueva York a Santo Domingo. Volar era la experiencia más aterradora que podía haber. Hacia octubre de ese mismo año, tuve la ocasión de visitar la gran ciudad y ese olor, y la sensación del terror aún estaba impregnada en sus calles. Por más que lo intentamos no pudimos llegar hasta el “ground zero” como habían bautizado al lugar donde habían estado las torres. Muchas cosas han cambiado en ese país, sin embargo la política de su gobierno se ha endurecido en lugar de flexibilizarse, erradamente pienso yo. Pero la solidaridad unánime, genuina de toda una sociedad con los que sufrieron fue una lección que no se puede olvidar.
Sin embargo, pocos conocen las sensaciones que invadieron los pasillos y aulas de las escuelas y las calles de pequeñas ciudades como Syracuse, al noroeste de Nueva York, y de las reacciones y actitudes de grupos de la gente; la de las calles, de los suburbios, de los estudiantes de Maxwell y de la Universidad de Syracuse en general y profesores.
Como era de esperar, ese día se suspendieron labores en la escuela. Luego me enteraría que los padres de una compañera estaban en vuelo a Alemania durante el ataque terrorista y el padre de otra compañera trabajaba en un edificio contiguo a las torres gemelas, afortunadamente, a la hora del primer impacto, ellos recién salían de sus casas. Entre tanto drama, no supe como actuar ni qué hacer, así que opté por simplemente observar y acompañar.
La escuela a la que asistía tenía una tradición liberal (que quiere decir “de izquierda” en la cultura americana) y de visión amplia de la realidad social mundial. No podía esperarse allí, manifestaciones institucionales ni del personal docente encendidas de rechazo cultural por el medio oriente. Se promovía un ambiente de debate, tolerancia y aceptación de todas las ideas. Los estudiantes americanos, la mayoría de ellos, manifestaban un profundo dolor por lo ocurrido y nada de odio se evidenciaba en las palabras, gestos y actitudes de la mayoría de ellos. La reacción común entre los extranjeros fue la de solidaridad con el país que nos estaba cobijando….al menos eso pensaba. Y no era así. Hubieron análisis cuestionables de algunos como que “los americanos estaban cosechando lo que habían sembrado”, u otros que “no les sorprendía, que lo venía venir” lo que originó un profundo sentimiento de desazón y rechazo por parte de los americanos. Yo pensé para mi mismo, aun si compartiera esas ideas (¿qué tienen que ver inocentes ciudadanos con la política de su gobierno?), no era de caballeros mencionarlas en esos momentos, en los que lo único que ellos necesitaban y querían era solidaridad con el dolor y con la sensación de incertidumbre y vulnerabilidad que había invadido toda la sociedad americana.
Algunos latinoamericanos, conversando entre nosotros, manifestábamos sentimientos confuso, en algunos casos casi morbosos. Pero no todos los americanos actuaban igual que el getto de la universidad. En realidad, en las afueras de la ciudad en los barrios más pobres y en sus calles, se percibía una tensión innegable. Algunos egipcios y otros iraníes fuero agredidos verbalmente y a uno le arrojaron piedras. Los jóvenes de pregrado, esos típicos muchachitos rubicundos de películas de universitarios que solemos ver en cine y televisión, nos atemorizaban cuando pasábamos camino a casa con unos hindúes y se cruzaban en nuestro camino. Sus actitudes parecían hostiles, pero nunca lo fueron realmente. Sí había cierto temor, sin embargo, entre los extranjeros cuando caminábamos fuera del campus.
Las clases, todas, invertían tiempo en discutir y escuchar todas las opiniones para tratar de entender e interpretar las razones de tanta insanía. En los días que siguieron a la tragedia al menos la primera media hora se invertía en seguir dilucidando lo ocurrido. Casi todas las veces algunos lloraban sólo al recordar lo que había acontecido y algunos profesores también lo hacían convirtiendo el aula en un concierto inconsolable de sollozos. Nunca había sido testigo de una pena común tan grande y sobre de una manifestación tan genuina de solidaridad y pesar compartido por un país.
De inmediato, en todas las ciudades, y obviamente en Syracuse se organizaron brigadas de apoyo, todos querían donar sangre, la misma que fluía como ríos, llegando a colmar las capacidades de recolección de los hospitales. Todos querían ayudar, de algún modo. Los bomberos, quienes habían arriesgado sus vidas por salvar las de miles en ambas torres, fueron los héroes nacionales por muchos meses, hasta que enjuiciaron a la ciudad de NY por más de 80 millones de dólares. No se el resultado final del juicio.
Con las semanas y meses, la tensión no se iba. Para colmo de males, en el mes de octubre de ese año un avión explotó en tránsito de Nueva York a Santo Domingo. Volar era la experiencia más aterradora que podía haber. Hacia octubre de ese mismo año, tuve la ocasión de visitar la gran ciudad y ese olor, y la sensación del terror aún estaba impregnada en sus calles. Por más que lo intentamos no pudimos llegar hasta el “ground zero” como habían bautizado al lugar donde habían estado las torres. Muchas cosas han cambiado en ese país, sin embargo la política de su gobierno se ha endurecido en lugar de flexibilizarse, erradamente pienso yo. Pero la solidaridad unánime, genuina de toda una sociedad con los que sufrieron fue una lección que no se puede olvidar.
Comentarios
Sin embargo hay cosas o reflexiones que también dices, pero que muchos ya han comentado.
La idea esa de que los ciudadanos inocentes pagan las culpas de sus gobernantes ya es muy conocido. Tanto es así que J.J. Rosseau en su obra "El contrato socila" toca sobre este tema y dice muy enfáticamente ...los soldados no tienen la culpa de estar en el campo de batalla, ellos son hermanos. Sin embargo, los soberanos al embaucarnos en sus errones por ellos tienen que pagar. Pero no es justificable lo acontecido el 11 deseptiembre de 2001.
De otro lado, es muy dificil que en el corto plazo los americanos puedan superar este momento. Nuestra solidaridad con ellos.
Además, esto sirvió de pretexto a Washintong para iniciaresta guerra mal llamada "CONTRA EL MAL"; sonaria mejor "LA GUERRA DE LOS GRANDES PODERES PARA ADUEÑARSE DEL PETROLEO CON EL DOLOR DE SUS HERMANOS".
Te felicito una vez mas por tu reflexión. En cualquier momento conversamos.
un abrazo
Roger